Fragmento de la lectura del capítulo uno, de libro Torotumbo de Miguel Ángel Asturias que contiene el engaño que realiza Estinslado a los padres de Natividad Quintuche, después de haberla violado, aprovechándose de la ignorancia y superstición de estos, echándole la culpa al Diablo...
[... ] De un lado a otro iban los compadres buscando. No les alcanzaban los ojos para ver tanta preciosidad: casacas de zagales, coronas, mantos y cetros de Reyes Magos, cayados y sombreritos de pastores, un jumento de rígidas orejas que en la Huida de Egipto era mula y el Domingo de Ramos, asna, y la cabezota de un decapitado que su propia sangre en borbotón de lacre pegaba a un plato de cartón plateado, aparecido que los empujó hacia una claraboya por un encallejonamiento en que el grito se ahogó en sus gargantas, agarrado uno del otro para sostenerse ante el despojo ensangrentado de Natividad Quintuche cubierta por un enorme demonio.
—¡El Diablo! ¡El Diablo...! —se volvieron gritando—. ¡El Diablo! ¡El Diablo! ¡El Diablo!
El señor Estanislado se resistía a acompañarlos, pidiendo que le explicaran qué era lo que ocurría, pero no había palabras y sin más explicación que la prisa por salvar el cadavercito, lo arrastraron de los brazos hasta el rincón en que yacía la infeliz criatura.
El alquilador de disfraces bascoso, sudoriento, se cubrió la cara con las manos convulsas.
—¡No quiero ver! ¡No quiero ver...! —barbulló—. ¡Los únicos responsables son ustedes, desdichados! ¡Qué clase de padre! ¡Qué clase de padrino! ¡Borrachos..., desde que vinieron la primera vez les sentí el aliento aguardentoso... muy lindo, muy lindo lo que han hecho, arruinarme el negocio, porque ustedes se van a ir a la cárcel, pero yo, yo voy a quedar con el baldón de que en mi casa el demonio haya violado a una virgen!
Y mientras vociferaba alzó de sobre el cuerpo de la mujercita el enorme disfraz de Carne Cruda, con los cuernos amarillos, los ojos verdes, los colmillos blancos, rieles de los ferrocarriles de la luna, la cola y la pelambre grifas, como si la hubiera poseído.
—A estos condenados demonios —explicó pulsándolo— sólo se les puede tener en paz rellenándolos de arena, y ni así se logra... Ayúdenme a cargarlo y verán lo que pesa —los compadres se retiraron horrorizados—, arrobas, quintales... A los ángeles y a otros inofensivos seres celestiales se les rellena de aserrín, paja, hoja de trébol o plumas como las almohadas, pero a estos demonios, diablos y satanes, arena y más arena para que no se muevan, pero, qué, se sigue moviendo como el mar que es un demonio entre la arena, y ya ven lo que pasa... ¿Qué va a ser de ustedes? ¿Qué va a ser de mí...? Bueno, ustedes se van a la cárcel, pero yo voy a perder mi negocio... » Se dan cuenta... mi negocio... cuando salga en el periódico, cuando diga la radio que en mi casa el Diablo violó a la pequeña Natividad Quintuche...
Los indios recogieron los despojos de la mujercita con la intención de marcharse en seguida, de salir corriendo antes que el Diablo les fuera a arrebatar el cadavercito.
—¿Qué van a hacer con ella...? —les gritó el señor Estanislado desesperado del silencio impenetrable de los compadres que ante sus exclamaciones no hacían sino callar.
—La vamos a llevar...
—Si, ya se que se la van a llevar, pero lo que les pregunto es que vana hacer con ella...
—A enterrarla... está muerta... a enterrarla en el pueblo... —contestó el padre, casi sin mover los labios, chagüitosos los ojos de lágrimas.
—¿Y qué van a decir?
—Nada, pues, vamos a decir... que se murió no más...
—Bueno, bueno... —repuso el alquilador de disfraces frotándose las manos—, así me gusta, bien pensado, enterrarla calladita la boca, pues en estos casos lo mejor es evitar... la entierran y nadie sabrá, menos por mí, que por descuido de ustedes esa criatura fue violada por el Diablo en mi casa... ni ustedes se van a la cárcel ni yo me desacredito... Pero esperen, espérense, voy a devolverles el tanto que me pagaron por el alquiler de lo que llevan para la fiesta patronal, y así algo se ayudarán en los gastos de velorio.
—¡Dios se lo pague tu buen corazón, señor Estanislado! —corearon los compadres y Melchor Natayá, el padrino de la pequeña, recibió en sus manos el dinero, por ser él quien corría con los gastos del mortuorio.
En la túnica de un ángel color de plata celeste, sacada de uno de los bultos que cargaban, envolvieron el cuerpecito de Natividad Quintuche que empezaba a perder su rigidez y lo agregaron, como sobornal, a la carga que el padre echó a su espalda. El compadre salió siguiéndolo con el fardo de candeleros de plata y cortinas con flecos de canutillos de papel dorado. Uno tras otro hasta la puerta y de la puerta uno tras otro, sin despedirse del señor Estanislado, temerosos de que éste, al verlos fuera de su casa, los mandara presos. Huían por la acera, echados hacia la pared en busca de protección, mas al escuchar el golpe de la puerta que el alquilador de disfraces cerró con fuerza, se tiraron al medio de la calle para correr más a prisa, silenciosos, asustados, como pájaros grandes con guarachas.
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